jueves, junio 03, 2010

LECTURA - MODULOS versión II

La realidad de la vida no sirve para vivir. Mas la realidad del Arte nos ayuda a soñar... sin el sueño, es imposible el vivir.
Andres Sabella 1912-1989


El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo a lo profano. Para denominar el acto de estas manifestaciones de lo sagrado se ha propuesto el término de hierofanía, es decir, algo sagrado se nos muestra.

Toda hierofanía constituye una paradoja: al manifestar lo sagrado, un objeto
cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser lo mismo.

Para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la Naturaleza en su totalidad
es susceptible de resolverse como sacralizad cósmica. El Cosmos en su totalidad puede
convertirse en una hierofanía. La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición entre lo real e irreal. Lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. Los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el Cosmos.

Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo.
Esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que lo rodea.

La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo, y la hierofanía revela un <> absoluto, un <>. El descubrimiento o proyección de un punto fijo –el Centro- equivale a la Creación del Mundo. Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es homogéneo y neutro. Lo sagrado es lo real por excelencia, y a la vez potencia, eficacia, fuente de vida y de fecundidad.
El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se evidencia sobre todo en el deseo del hombre religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado.

El ritual por el cual construye un espacio sagrado es eficiente en la medida que
reproduce la obra de los dioses.

Lo que caracteriza a las sociedades tradicionales es la oposición que tácitamente
establecen entre su territorio habitado y el espacio desconocido e indeterminado que les circunda: el primero es el <>, <>. De un lado se tiene un
<>, del otro un <>. Pero si todo territorio es un Cosmos, lo es por
haber sido consagrado previamente. <> es un universo en cuyo interior se ha manifestado ya lo sagrado y en el que, por consiguiente, se ha hecho posible y repetible la ruptura de niveles.

La consagración de un territorio equivale a su cosmización, y toda creación tiene
un modelo ejemplar: la Creación del Universo por los dioses.

Así pues, la cosmización de territorios desconocidos es siempre una consagración: al organizar un espacio, se retira la obra ejemplar de los dioses. La íntima relación entre cosmización y consagración está ya atestiguada en los niveles elementales de cultura. Instalarse en un territorio viene a ser en última instancia, el consagrarlo.
Por lo demás, el <> se encuentra siempre en el <>, en el <>, pues allí se da una ruptura de nivel, una comunicación entre las dos zonas cósmicas. Cualesquiera que sean las dimensiones de su espacio familiar, el hombre de las sociedades tradicionales experimenta la necesidad de existir constantemente en un mundo total y organizado, es decir, en un Cosmos.

El Centro es el lugar en el que se efectúa una ruptura de nivel, donde el espacio
se hace sagrado, real, por excelencia. Una creación implica superanbundacia de realidad; dicho de otro modo: la irrupción de lo sagrado en el mundo.

La creación del mundo se convierte en el arquetipo de todo gesto humano creador cualquiera que sea su plano de referencia. El simbolismo cósmico del pueblo lo recoge la estructura del santuario o de la casa cultural. Por otra parte, en todas las culturas tradicionales, la habitación comporta un aspecto sagrado y que por eso mismo refleja el mundo.

Se percibe en la estructura misma de la habitación el simbolismo cósmico. La habitación no es un objeto, una <>: es el universo que el hombre construye imitando la Creación ejemplar de los dioses, la cosmogonía.

Toda construcción y toda inauguración de una nueva morada equivale en cierto
modo a un nuevo comienzo, a una nueva vida. Y todo comienzo repite ese comienzo
primordial en que el Universo vio la luz por primera vez.

La multiplicidad, o infinidad de Centros del Mundo, no causa ninguna dificultad
al pensamiento religioso. Pues no se trata del espacio geométrico, sino de un espacio
existencial y sagrado que presenta una estructura radicalmente distintas, que es
susceptible de una infinidad de rupturas y, por tanto, de comunicaciones con lo
trascendente. Todos los símbolos y los rituales concernientes a los templos, las ciudades y las cosas derivan, en última instancia, de la experiencia primaria del espacio sagrado.

En lo que concierne al Templo debemos decir que es el lugar santo por excelencia, casa de los dioses, el templo resantifica continuamente el Mundo porque lo representa y al propio tiempo lo contiene. En definitiva, gracias al Templo el Mundo se resantifica en su totalidad. Cualquiera que sea su grado de impureza, el Mundo está siendo continuamente purificado por la santidad de los santuarios. La santidad del templo está al socaire de toda corrupción terrestre, y esto por el hecho de que el plano arquitectónico del templo es obra de los dioses y, por consiguiente, se encuentra muy próximo a los dioses, al Cielo. Los modelos trascendentales de los Templos gozan de una existencia espiritual, incorruptible, celeste. Por la gracia de los dioses, el hombre accede a la visión fulgurante de esos modelos y se esfuerza, acto seguido, por reproducirlos en la tierra.

Por otra parte, como el espacio, el Tiempo no es, para el hombre religioso, homogéneo ni continuo. Existen los intervalos de tiempo sagrado (fiestas); existe, por otro lado, el Tiempo profano, la duración temporal ordinaria en que se inscriben los actos despejados de significación religiosa. Entre estas dos clases de tiempo hay, bien entendido, una solución de continuidad; pero por medio de ritos, el hombre religioso puede <> sin peligro de la duración temporal ordinaria al Tiempo sagrado. El tiempo sagrado es por su propia naturaleza reversible, en el sentido de que es, propiamente hablando, un Tiempo mítico primordial hecho presente. El tiempo sagrado es indefinidamente recuperable, indefinidamente repetible. Es un tiempo ontológico por excelencia.

El hombre religioso vive así en dos clases de Tiempo, de las cuales la más importante, el Tiempo sagrado, se presenta bajo el aspecto paradójico de un Tiempo circular, reversible y recuperable como una especie de eterno presente mítico que se reintegra periódicamente mediante el artificio de los ritos. Este comportamiento con respecto al Tiempo basta para distinguir al hombre religioso del no-religioso: el primero se niega a vivir tan sólo en lo que en términos modernos se llama el <>; se esfuerza por incorporarse a un Tiempo sagrado que, en ciertos aspectos, puede equipararse con la Eternidad.

El hombre no-religioso también conoce una cierta discontinuidad y heterogeneidad del Tiempo. También vive de acuerdo con ritmos temporales diversos y conoce tiempos de
intensidad variable. Cualquiera que sea la multiplicidad de los ritmos temporales que experimente y sus diferentes intensidades, el hombre no-religioso sabe que se trata siempre de una experiencia humana en la que no puede insertarse ninguna presencia divina.

La solidaridad cósmico-temporal es de naturaleza religiosa: el Cosmos es
homologable al Tiempo cósmico, porque tanto uno como otro son realidades sagradas,
creaciones divinas. <>. Puesto que el Tiempo sagrado y fuerte es el Tiempo del origen, el instante prodigioso en que una realidad ha sido creada, o sea ha manifestado plenamente por vez primera, el hombre se esforzará por incorporarse periódicamente a ese Tiempo original.

Esta reactualización ritual del illud tempus de la primera epifanía de una
realidad está en la base de todos los calendarios sagrados: la festividad no es la
<> de un acontecimiento mítico y, por tanto, religioso, sino su
reactualización.

El Tiempo del origen por excelencia es el Tiempo de la cosmogonía, el instante en que apareció la realidad más vasta, el Mundo. Por esta razón, la cosmogonía sirve de modelo ejemplar a toda <>, a toda clase de <>. Por la misma razón, el Tiempo cosmogónico sirve de modelo a todos los Tiempos sagrados, pues si el tiempo sagrado es aquel en que todos los dioses se han manifestado y han creado, es evidente que la manifestación divina más completa y la más gigantesca creación es la Creación del mundo.

El hombre religioso se hace contemporáneo de los dioses en la medida en que reactualiza el Tiempo primordial en el que se cumplieron las obras divinas. Se puede decir del Tiempo sagrado que es siempre el mismo, que es una <>.

El hombre religioso desemboca periódicamente en el Tiempo mítico y sagrado, reencuentra el Tiempo del origen, el que <>, porque no participa en la duración profana por estar constituido por un eterno presente indefinidamente recuperable.
Si el hombre religioso siente la necesidad de reproducir indefinidamente los mismos gestos ejemplares, es porque aspira a vivir y se esfuerza por vivir en estrecho contacto con sus dioses.

Por todos sus comportamientos, el hombre religioso proclama que no cree más que en el Ser, que su participación en el Ser se la garantiza la revelación primordial de la que es custodio. La suma de las revelaciones primordiales está constituida por sus
mitos. El mito es, pues, la historia de lo acontecido in illo tempore, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del Tiempo.

El mito consiste siempre en el relato de una <>: se cuenta cómo se efectuó algo, cómo comenzó a ser. He aquí la razón que hace al mito solidario de la ontología; no habla sino de realidades, de lo que sucedió realmente. Se trata de realidades sagradas, pues lo sagrado es lo real por excelencia. Nada perteneciente a la esfera de lo profano participa en el Ser, ya que lo profano no ha recibido un fundamento ontológico del mito, carece de modelo ejemplar.
El mito describe las diversas y a veces dramáticas irrupciones de lo sagrado en el
mundo. La función magistral del mito es la de <> los modelos ejemplares de
todos los ritos y de todas las actividades humanas significativas.

Esta fiel repetición de los modelos tiene un doble sentido:
1º) Al imitar a los dioses, el hombre se mantiene en lo sagrado y, por consiguiente en la realidad.
2º) Gracias a la reactualización ininterrumpida de los gestos divinos ejemplares, el mundo se santifica.

El comportamiento religioso de los hombres contribuye a mantener la santidad del mundo. El hombre religioso no se da: se hace a sí mismo, aproximándose a los modelos
divinos. Desde el principio, el hombre religioso sitúa su propio modelo a alcanzar en el plano transhumano, en el plano que le ha sido revelado por los mitos.

No se llega a ser verdadero hombre, salvo conformándose a la enseñanza de los mitos, salvo imitando a los dioses. Para el hombre religioso, la Naturaleza nunca es exclusivamente <>: está siempre cargada de un valor religioso. Y esto tiene su explicación, puesto que el Cosmos es una creación divina: salido de las manos de Dios, el Mundo queda impregnado de su sacralidad.

El Mundo se presenta de tal manera que, al contemplarlo, el hombre religioso descubre los múltiples modos de lo sagrado y, por consiguiente, del Ser. Ante todo, el Mundo existe, está ahí, tiene una estructura: no es un Caos sino un Cosmos; por tanto, se impone como una creación, como una obra de los dioses.

Esta obra divina conserva siempre cierta transparencia; desvela espontáneamente los múltiples aspectos de lo sagrado. En su conjunto, el Cosmos es a la vez un organismo real, vivo y sagrado: descubre a la vez las modalidades del ser y de la Sacralizad. Ontofanía e Hierofanía se reúnen.

Para el hombre religioso, lo <> está individualmente ligado a lo <>, que la naturaleza expresa siempre algo que la trasciende. El Cielo revela, por su propio modo de ser, la trascendencia, la fuerza, la eternidad. Existe de una forma absoluta, porque es elevado, infinito, eterno y poderoso.

Al descubrir la sacralizad de la Vida, el hombre se ha dejado arrastrar progresivamente por su propio descubrimiento: se ha abandonado a las hierofantas vitales y se ha alejado de la sacralizad que trascendía sus necesidades inmediatas y cotidianas. Expulsado de la vida religiosa propiamente dicha, lo sagrado celeste permanece activo a través del simbolismo.

Un símbolo religioso transmite su mensaje aun cuando no se le capte conscientemente en su totalidad, pues el símbolo se dirige al ser humano integral, y no exclusivamente a su inteligencia. Para el hombre religioso, la muerte no pone un término definitivo a la vida: la muerte no es sino otra modalidad de la existencia humana.

Para el hombre religioso la naturaleza no es nunca exclusivamente <>.

La experiencia de una Naturaleza radicalmente desacralizada es un descubrimiento reciente. La secularización definitiva de la naturaleza no es un resultado querido más que para un número limitado de modernos: los que están desprovistos de todo sentimiento religioso. La <> hacia el Mundo hace al hombre religioso capaz de conocerse al conocer el Mundo, y este conocimiento le es preciso por ser <>, por referirse al Ser.

Para los modernos desprovistos de religiosidad, el cosmos se ha vuelto opaco, inerte, mudo: no transmite ningún mensaje, no es portador de ninguna <>.

El sentimiento de la santidad en la Naturaleza sobrevive hoy día en Europa, especialmente en las poblaciones rurales, porque es allí donde subsiste un cristianismo vivido como liturgia cósmica. Los ritos de tránsito desempeñan un papel importante en la vida del hombre religioso. Para el hombre irreligioso, el movimiento, el matrimonio, la muerte son acontecimientos que sólo interesan al individuo y a su familia. En una perspectiva irreligiosa de la existencia, estos <> han perdido su carácter ritual.

Una experiencia drásticamente irreligiosa de la vida total se encuentra muy rara vez en estado puro, incluso en las sociedades más secularizadas. Lo que se encuentra en el mundo profano es una secularización radical de la muerte, del matrimonio y del nacimiento, pero subsisten vagos recuerdos y nostalgias de comportamiento religiosos abolidos. En cuanto a la iniciación, ésta comporta generalmente una triple revelación: la de lo sagrado, la de la muerte y la de la sexualidad.

La iniciación equivale a la madurez espiritual, y en toda la historia religiosa de la
humanidad reencontramos siempre este tema: el iniciado, el que ha conocido los
misterios, es el que sabe. Cualquiera que sea el contexto histórico en que esté inmerso, el hombre religioso cree siempre que existe una religiosidad absoluta, lo sagrado, que trasciende este mundo, pero que se manifiesta en él y, por eso mismo, lo santifica y lo hace real.

El hombre irreligioso rechaza la trascendencia, acepta la relatividad de la <> e incluso llega a dudar del sentido de la existencia.

Sólo en las modernas sociedades occidentales se ha desarrollado plenamente el hombre irreligioso. El hombre moderno irreligioso asume una nueva situación existencial: se
reconoce como único sujeto y agente de la historia, y rechaza toda llamada a la
trascendencia. No llegará a ser él mismo hasta el momento en que se desmitifique
radicalmente. No será verdaderamente libre hasta no haber dado muerte al último dios.

En última instancia, el hombre moderno irreligioso asume una existencia trágica
y que su elección existencial no está exenta de grandeza. Pero este hombre irreligioso desciende del homo religiosus y, lo quiera o no, es también obra suya, y se ha constituido a partir de las situaciones asumidas por sus antepasados.

En suma, es el resultado de un proceso de desacralización.
El hombre irreligioso en estado puro es un fenómeno más bien raro, incluso en la más desacralizada de las sociedades modernas. La mayoría de los hombres <> se siguen comportando religiosamente, sin saberlo.

Finalmente, en la medida en que el inconsciente es el resultado de innumerables experiencias existenciales, no puede dejar de parecerse a los diversos universos religiosos. Pues la religión es la solución ejemplar de toda crisis existencial, no sólo porque es capaz de repetirse indefinidamente, sino también porque se la considera de origen trascendente y, por consiguiente, se la valora como revelación recibida de otro mundo, trans-humano.

La solución religiosa no sólo resuelve crisis, sino que al mismo tiempo deja a la
existencia <> a valores que ya no son contingentes y particulares, permitiendo así al hombre el superar las situaciones personales y, a fin de cuentas, el tener acceso al mundo del espíritu.

LO SAGRADO Y LO PROFANO
Mircea Eliade


* Una vez leído este texto en sus términos originales, hagan una segunda lectura reemplazando hombre religioso por poeta, y solución religiosa por poesía. Un hombre no religioso no tiene traducción, porque simplemente es.

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