Sesión extraordinaria, la cual utilizaremos para planificar y definir los preparativos del primer viaje a la caleta olvidada o tizón apagado, como se suele llamar a Chome, la que se ubica en la comuna de Hualpén, a 22 kilómetros de Concepción. Para los que aún no lo hayan hecho, les recordamos leer e imaginar la entrada anterior titulada Lugar Sagrado. El encargo único para todos y para el lunes trata de una lectura obligatoria del texto citado a continuación:
LECTURA OBLIGADA
Monumentos. Dos de Terragni.(*)
Por Josep Quetglas
El texto original - con imágenes incluidas - lo pueden encontrar en: http://www.arranz.net/web.arch-mag.com/6/homeless/06s.html
Los monumentos de cuya fealdad no pueda sacarse partido deberán dejar sitio a otras construcciones. potlatch, n.23, 13 oct. 1955
El Movimiento Moderno concentró su atención en la vivienda, la ciudad, el lugar de trabajo y de ocio: la arquitectura de los monumentos parece haber sido un asunto menor o marginal, escaso en obras y debates, echado atrás hasta el siglo XIX.
Sin embargo, quizás en razón de su misma singularidad, los monumentos pueden haber sido el pequeño escenario donde quedasen dibujadas, con más libertad y precisión, impremeditadamente, las actitudes personales de cada autor. Es en ellos donde las tensiones de cada personalidad afloran en superficie, más cargadas, más visibles.
El propio origen de la arquitectura moderna no sólo estuvo acompañado, sino que se apoyó directamente en una reflexión acerca del concepto de monumento.
No hay una teoría de la arquitectura moderna que no haya colocado al monumento como origen mismo de la diferencia entre construcción y arquitectura: desde Ruskin, Viollet o Loos.
Para Viollet, en el primero de sus "Entretiens", la piel del animal cazado puesta sobre la cabaña, y no la misma cabaña, es lo que señala la aparición de la arquitectura: ornamento y monumento como conmemoración, como memoria celebrativa. La cabaña es construcción, condición necesaria pero no suficiente para la aparición de arquitectura. Arquitectura es una relación entre el espectador y la obra, donde se produce una mutua referencia hacia algo que no está ahí, que es lo conmemorado.
En Ruskin, como en Viollet, la construcción tampoco basta. La muralla de una ciudad, escribe Ruskin en su primera "Lámpara", es construcción, buena construcción: bien trabada, inexpugnable, que inspira seguridad a los habitantes y fortaleza a los asaltantes: pero no es, por sí misma, arquitectura. Sólo cuando hay algún trabajo de más en su construcción, derrochado, sin justificación, gratuito, innecesario, ritualmente cumplido, aparece arquitectura.
El ornamento es, para Ruskin, conmemoración del trabajo hecho por sí mismo, sin más objeto, gratis.
Como en Viollet, en Ruskin el ornamento-monumento remite hacia algo que no está aquí, que sucedió antes: el gesto del trabajo de más, ritualmente cumplido. La arquitectura empieza donde acaba la utilidad de la construcción.
Loos, ruskiniano estricto, es quien lleva al límite esta definición. Sólo existirá arquitectura más allá de lo funcional, en el monumento funerario y en el monumento conmemorativo: no como añadido a lo utilitario, sino como alternativa a lo utilitario. Todo lo anterior, lo que tenga dependencia con la necesidad y la vida, será construcción. Arquitectura ocurre allí donde no hay vida.
(Desde este punto, la charla trató de rastrear algunos monumentos casi contemporáneos entre sí, desde los años 20 a los 40, en los que era posible ver desplegados, más allá de caracteres comunes (todos ellos tenían como motivo conmemoraciones políticas, por ejemplo), definiciones arquitectónicas claramente enfrentadas. Por definiciones arquitectónicas entiendo el modo de ver que la obra propone al espectador, y los elementos con los que constituye su forma.
Los monumentos repasados fueron:
el Monumento a los caídos de Marzo, de 1920-22, en Weimar, de Walter Gropius;
el Monumento a la victoria en la guerra fino-soviética, de 1959, en Suomussalmi, de Alvar Aalto (éste era el único que escapaba del arco cronológico);
el Monumento a Paul Vaillant-Couturier, de 1937, en Villejuif, de Le Corbusier;
el Monumento a Lenin, de 1942, en Londres, de Berthold Lubetkin;
y los Monumentos a los Caidos, de 1926-32, en Erba Incino, y a Roberto Sarfatti, de 1934-35, en el Col d'Echele, de Giuseppe Terragni.
A continuación sólo se recogen algunos comentarios sobre estos dos últimos monumentos. La posibilidad de construir un modelo de relación espectador-obra, como definición de forma en arquitectura, queda, así, aplazada para otra ocasión.)
Monumento a los Caídos en Erba Incino
El monumento conecta dos usos de la ciudad: el profano y el celebrativo. Uno y otro están separados por un desnivel de unos veinticinco metros, que la escalinata del monumento salva.
En la parte baja está la ciudad de cada dia, dispersa y agrupada en torno a varios centros. En la parte alta está el parque, el Teatro-parco Licinium, con tal orografía que permite concentraciones de los habitantes, y su uso para representaciones teatrales, espectáculos musicales o fiestas.
La primera imagen del monumento ocurrirá, por lo tanto, desde abajo, desde el cruce de calles a su nivel inferior. El esquema al que la memoria acude es, en ese caso, simultáneamente, el de una acrópolis y un calvario.
Pero cuando se está enfrente de ese desprendimiento infinito de escalones que es el monumento, entregándose al suelo de la ciudad y abriéndose en ondas cada vez más amplias, el monumento parece comportarse según otra figura: sabemos que es una escalera de subida, pero lo que vemos y sentimos es un movimiento derramado, material y efectivo, de bajada.
Puede comprobarse fácilmente. Basta decidir dónde añadiríamos un escalón más, si arriba o bien abajo. La cota superior está fijada. Coinciden articuladas entre sí, como en la pasarela de un barco atracado al muelle, la cota de la cima con la cota de la escalinata. En cambio, abajo parece caber siempre la posibilidad de ir añadiendo escalones, que serían cada vez de mayor diámetro, hasta cubrir, ¿por qué no?, la calle en toda su calzada.
Ese efecto lo consigue Terragni por una escenografía muy cuidadosa.
Primero, en la parte alta, bloqueando el ascenso de la escalinata, hay asomando como un tapón, una superficie cilíndrica convexa, la cripta, más baja que la exedra cóncava, alta y retrasada al fondo. Eso hace que la escalinata quede visualmente bloqueada por arriba, sin posibilidad de seguir subiendo. Arriba está su extremo sólido. Es más: los profundos intercolumnios oscuros de la cripta juegan como fuente origen de la corriente interminable de escalones que brota y mana hacia abajo, como un torrente de piedra sereno y grave.
A su vez, en la parte inferior, la línea horizontal que remata el muro de contención paralelo a la calle hace de verdadera línea de suelo: bajo ella, los escalones pierden su solidez, se entregan licuados en una presencia de mancha más húmeda y expansiva, la de la escalinata en semicírculo, con discos cada vez más anchos, ocupando escalón a escalón el área de la calle.
El efecto de esa línea horizontal, a más de 4 metros de altura, está reforzado por el zigzagueo de los cuatro pares de trazos inclinados del zócalo, de la misma pendiente que la escalera y el monte.
De continuar manando la fuente de piedra -y es inagotable, como inagotable es la presencia de la sangre de los caídos- podría llegar a cubrir la ciudad entera. Pero no como cubren Herculano las cenizas de un volcán, paralizando y petrificando la vida de sus habitantes, sino como cubre la sangre de los mártires: estimulando, encuadrando y exaltando la acción y la ciudad. Ya nuestra emoción al ver avanzar hacia nosotros el desprendimiento de piedra es parte del efecto vivificador que nos ha englobado. Estamos ya dentro de los semicírculos.
Y subimos.
Sólo ahora, después de haber llegado a entenderse el monumento como solemne procesión en descendimiento, puede empezar a sentírsele simultáneamente como ascensión, como conexión de la ciudad baja hacia su acrópolis y como camino de subida.
Desde que pisamos sobre el primer escalón, la imagen del monumento cambia. Desaparece éste como figura definida, al estar nosotros en su interior, y queda substituido por una misma imagen próxima repetida indefinidamente: los escalones que vamos subiendo. Otro, y otro igual al anterior, y otro igual al anterior...
Ese desvanecimiento del monumento como objeto exterior es correlativo a un aumento de presencia por cuanto ocurre en nuestro propio cuerpo: nos estamos cansando, ya cuesta respirar, cada vez las piernas y los pulmones tienen mayor peso y viscosidad.
¿Cuál es la forma del monumento? ¿Dónde está lo monumental? No donde habíamos creído hasta ahora. Sólo puede advertirse efectivamente al acoplarse a él, siguiendo su movimiento, al subirlo. Es el cansancio, y no la piedra, el monumento ofrecido a los caídos. Nuestro cansancio, al subir la interminable escalinata, y el cansancio de quienes, antes nuestro, construyeron. O, mejor, hay una doble oferta, un intercambio de presentes. Ellos, los caídos, los inmateriales, nos dan desde su cripta la fuente de piedra que mana y brota y no acaba. Nosotros, los materiales, quienes existimos, les damos a ellos algo inmaterial, nuestro cansancio, nuestra dificultad en respirar, nuestro aliento entrecortado. Ambos sacrificios se entretejen aquí, el de los caídos y el de los vivos, el de la ciudad alta y el de la ciudad baja, el del suelo y el del cielo.
Dibujos de la mano de Terragni en los márgenes de los planos del proyecto, y esquemas quizás para bajorrelieves, muestran ese doble movimiento: el cuerpo sin fuerzas, que se vence, sostenido por otro cuerpo, que lo ayuda.
El monumento tiene tres estratos: el superior, de la cripta y la exedra; el intermedio, de la escalinata recta: y el inferior, de la escalinata semicircular.
Si el tramo de la escalinata semicircular tiene todos los atributos del peso de la tierra, la cripta y la exedra están hechos de un materia más liviano, que incorpora y participa de lo aéreo: la visión de recortes de cielo entre los arcos de la exedra hace que el monumento no quede detenido sobre la cima de la colina, pesando sobre ella, sino que se trasmita hasta las nubes, los astros y el cielo, donde ya nada duele.
Monumento a Roberto Sarfatti en el Col d'Echele
Si el Monumento de Erba Incino no es sino coral, y sólo se entiende su uso en colectivo, procesional, en el corazón público de la ciudad, el Monumento a Roberto Sarfatti es tan puntual como individualista.
El origen de la arquitectura tiene también aquí algo de topográfico, en cuanto trata de situar un lugar, de precisar un punto: quiere levantarse exactamente allí donde el voluntario de diecisiete años Roberto Sarfatti cayó, el 28 de enero de 1918, intentando conquistar para los suyos la cima del Col d'Echele.
Ha quedado constancia de la paranóica precisión con que Terragni, ayudado por su hermano topógrafo y por las encuestas entre los supervivientes, trata de localizar el punto exacto donde cayera el joven. Así, el monumento tendrá entre los componentes de su forma el de localizar el espacio: vectorializar el paisaje hacia un punto.
El proyecto conoce tres momentos bien especificados.
En una primera versión, puede entenderse como un "obelisco moderno", si se me excusa aquí el uso del término "moderno", sólo como variante estilística, pero creo que podría haber sido del gusto de la gente de aquel tiempo. "Obelisco moderno" quiere decir un obelisco que, además de ser una referencia vertical estable, incorpora dimensiones de temporalidad que introducen el movimiento del espectador hacia el obelisco, y la modificación de la presencia del obelisco en las etapas del recorrido. Como si de la película de los acontecimientos pudiera hacerse en molde una contracción plástica.
Para entender su espacialidad, hay que tener en cuenta las indicaciones de movimiento que fijan los escalones sobre las plataformas y las frontalidades de muros y lápidas, que van indicando giros sucesivos a noventa grados.
Son dos piezas en ele, una sobre otra, de distintas proporciones, que originan un recorrido en espiral atraido hacia un punto que, en las perspectivas, el obelisco-lápida oculta. Se trata de un procedimiento escenográfico caro a Terragni, que puede ser asimilado a lo que ocurre al descorrerse un telón frente a una escena teatral.
La segunda versión del proyecto cambia radicalmente. Es ahora una plataforma rectangular de piedra, de más de 35 metros cuadrados y alta casi 4 metros y medio, a la que se llega por cuatro caminos orientados según los cuatro puntos cardinales. Sobre la plataforma, un cubo de piedra de 8 metros cúbicos sostiene un enorme monolito, de 7 metros por 4, bajo el cual hay que pasar para subir a la plataforma.
Monolito ancestral, tan brutal en su esfuerzo como meticulosamente preciso en su localización y orientación. El monumento está en el derroche absurdo de su construcción -se hubiera paralizado el transporte ferroviario y de carretera del norte de Italia, de haberse llevado el material hasta el lugar, que carecía además de infraestructura viaria para tal movimiento-, y en la humillación consentida de quien asciende hasta la plataforma, pasando bajo el peso de la piedra, incinando la cabeza.
Aquí la memoria convoca la arquitectura prehistórica y los altares romanos, en cuanto son selectores de cielo y paisaje, adecuados a la consulta que da augurio.
La última versión del proyecto reduce la extensión de monumento hasta más de una cuarta parte. Ahora se ha convertido en un monolito vertical, al que se asciende por una escalinata a 30 grados que pasa por un estrecho desfiladero, medio oculto por dos biombos de piedra en ele, que preservan y anuncian, esconden y muestran, el punto donde el monolito se hinca en el suelo.
A diferencia de Erba Incino, se trata de una arquitectura que puede visitarse con la mirada sola. Acercarse hasta ella para considerar el signo con distancia y respeto.
Una vez intenté a ir hasta él. Lo suponía, erróneamente, en los alrededores de Como. No llegué: nadie conocía allí el Col d'Echele.
Me gusta imaginarlo solo, por alguna parte que no traen los mapas, entre lo mas estériles siempre deshabitadas, con las letras perdidas, como un signo ajeno al mundo, y muy cerca de aquí.
Josep Quetglas
(*) parte de una conferencia dada en el Centro Galego de Arte Contemporánea de Santiago de Compostela con motivo de la exposición de la obra de Giuseppe Terragni, en Mayo de 1997.
sábado, abril 10, 2010
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